Cuando conocí a Carlos yo aún no había aprendido a leer. Carlos era solamente, ante mis ojos infantiles, el papá de mi amigo Carlitos y además el artífice del incesante tableteo de una máquina de escribir que, como si de música incidental se tratara, acompañaba nuestras tardes de juegos en su casa. Entonces ignoraba que a través de aquel repiqueteo, Carlos creaba. Iba convirtiendo su inspiración en palabras, y las palabras en imágenes. Imágenes que, transformadas en guión novelado, resurgen de inmediato con la pretendida complicidad de la imaginación del lector. A su manera, como sólo él lo sabe hacer: Porque una palabra vale más que mil imágenes. Palabra de Carlos.
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