Carlos Blanco estaba en mi vida pero yo no lo sabía. Había estado todo el tiempo, formando parte de mis anhelos, de la memoria genética que compartimos los vividores de historias.
Atraída por la fuerza de una amistad común y por algo que no acertaba a definir del todo, llegué con Nieves Olcoz a su casa. Lola nos abrió la puerta del lugar que para mi se ha convertido en un espacio sagrado. Entré al encuentro de Carlos y solo con mirarle a los ojos comprendí, asumí, reconocí, descansé. Había llegado a la meca.
Podía tocar su fabulosa estructura corporal con mis manos de escritora por estrenar y mi corazón se encendía recibiendo esa mirada que lo trae todo, que lo explica todo irremediablemente, como cuando el mar se convierte en lo único en esas secuencias de tempestades, ballenas y hombres que sacan pecho a la sal que todo lo arranca...
Los hombros de Carlos, el abrazo que, sin saberlo, había esperado largo tiempo, soñado día a día en esta ida y vuelta constante de casa a la tele y de la tele a casa, triste camino en el que los propios pasos borran las huellas de mañana.
Las manos de Carlos, el acto sagrado de percutir el aire para dejar la impronta de una letra, una sílaba, una palabra, frases enteras posándose en las nubes que pasan, nubes que han llovido aventuras, historias aquí y allá, locuras de amor, amor loco por un oficio que pocos conocen con el corazón. Corazón en llamas como el atardecer violeta que predice un mar de holas y adioses...
Tu tienes sentido común, me dice el oráculo Blanco. Y de pronto, mi mañana no tiene más huellas conocidas. Pero si potenciales, deseos, alquimias, redención. Carlos ha dicho que puedo escribir. Él, gigante superviviente de tantas cárceles, me devuelve el testigo que perdí en los platós de la desidia. Y sus manos, su mirada, dibujan sobre el blanco de mi pantalla las historias que solo pueden ser reales si las cuenta él.
Y Lola me pide que os cuente algo sobre Carlos. Tocó Hollywood, vistió de guionista (así, con camisa blanca remangada, corbata y pantalones anchos), está en las fotos, contó sus tragedias, resucitó en su oficio a pesar de haber sido ejecutado tantas veces...
Para mi, ejemplo es una palabra quieta. Mejor decir que esa tarde, a su lado, escuché en mis huesos sus huesos doloridos, me bañé en su amarga esperanza como pez en el agua, disfruté con él sus amores propios y sus propios amores, todos, los nombrados y los innombrables, y me sentí tremendamente agradecida. Tocada por la verdad de alguien que no tiene más remedio que ser él mismo, inundada por la enorme ola que saluda a los piratas de la época moderna, los inclasificables, los
indomables. Carlos...leyenda.
Con amor. |